El Metro de la Ciudad de México es uno de los más grandes y transitados del mundo, pero también uno de los que guarda más relatos de terror. En sus túneles, especialmente en las estaciones más antiguas y profundas como Pantitlán, Tacubaya o Pino Suárez, los trabajadores cuentan que después del último viaje, cuando todo queda en silencio, empiezan los fenómenos extraños.
Se oyen lamentos, pasos que resuenan en los pasillos vacíos y hasta voces que llaman por su nombre a los vigilantes de turno. Algunos aseguran haber visto siluetas humanas caminando junto a las vías, que desaparecen cuando intentan acercarse.
Lo más inquietante es la historia del “vagón fantasma”. Varios conductores han dicho que, en medio de la madrugada, ven un tren que circula sin pasajeros, con las luces encendidas y deteniéndose en las estaciones como si alguien invisible subiera o bajara. Cuando intentan rastrear su recorrido, el vagón se esfuma en la oscuridad de los túneles.
La explicación oficial nunca llega: algunos creen que se trata de alucinaciones por el cansancio, otros piensan que es energía residual de las miles de vidas perdidas en accidentes y tragedias dentro del metro. Pero para los trabajadores, la verdad es clara: el Metro no duerme, porque sus fantasmas lo mantienen vivo.
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Trabajo como vigilante nocturno en el Metro de la Ciudad de México desde hace casi diez años. Siempre me consideré un tipo escéptico: los ruidos extraños, las sombras en los pasillos vacíos, los lamentos que otros juraban escuchar… yo los atribuía al cansancio y al eco de los túneles. Pero desde hace unas semanas, mi opinión cambió para siempre.
Esa noche estaba solo en la estación Pantitlán, después del último servicio. Revisaba los pasillos cuando escuché el sonido inconfundible de un tren acercándose. Revisé mi radio, pero no había ningún reporte de maniobras. Aun así, el chirrido metálico de las ruedas en los rieles se hizo cada vez más fuerte hasta que un convoy se detuvo frente a mí.
El tablero de arriba lo marcaba como Vagón 13.
Eso fue lo primero que me heló la sangre: yo sabía perfectamente que ninguna línea tiene numeración de vagones más allá del 9.
Las puertas se abrieron con un suspiro y un viento frío recorrió el andén. Miré adentro: estaba iluminado, los asientos impecables, pero completamente vacío. Aun así, el aire era pesado, como si hubiera demasiada gente respirando ahí dentro.
Respiré hondo y subí.
El olor a humedad era insoportable, como de ropa mojada y metal oxidado. Caminé por el pasillo y noté que los asientos estaban calientes, como si alguien acabara de levantarse. Llegué al último vagón y entonces lo vi: un hombre sentado, vestido de traje, con el cabello pegado a la cara como si acabara de salir de un río.
—¿Dónde está la salida? —me preguntó con voz quebrada—. No encuentro la salida…
Me quedé paralizado. Sus ojos estaban blancos, completamente vacíos. Cuando quise responderle, parpadeé… y ya no estaba.
Corrí hacia las puertas, pero el tren comenzó a moverse solo, sin conductor. Me lancé al andén apenas a tiempo. El convoy se adentró en la oscuridad del túnel hasta desaparecer.
Cuando miré el reloj, marcaba las 2:37 a.m.. Lo extraño fue que al día siguiente revisé los registros oficiales: no hubo trenes en circulación esa madrugada.
Un colega más viejo me tomó del brazo y me dijo :
—Si lo viste, ya no hay vuelta atrás. El Vagón 13 siempre regresa por los que lo encuentran.
Desde entonces, todas las noches que trabajo, escucho a lo lejos ese chirrido metálico… y sé que tarde o temprano volverá a detenerse frente a mí.

