Dicen que cuando alguien sobrevive a un accidente del que nadie debería salir con vida, la muerte no lo olvida. Solo se esconde un tiempo, esperando el momento perfecto para cobrar lo que le pertenece.
A Ernesto, un camionero de 42 años, le ocurrió algo parecido. Una noche de lluvia perdió el control de su tráiler en una curva peligrosa. El vehículo cayó por un barranco y se incendió. Los bomberos llegaron resignados a encontrar solo cenizas, pero entre el humo y los fierros retorcidos, sacaron a Ernesto apenas con unas fracturas y quemaduras menores.
—Es un milagro que esté vivo —le dijo un paramédico.
Pero Ernesto sabía que no era un milagro. Había escuchado esa vieja leyenda de los que escapan de la muerte: “Ella volverá por ti, pero no será un accidente… vendrá a buscarte en persona”.
En el hospital, cada noche Ernesto suplicaba no quedarse solo. Su esposa se turnaba con su hermana para acompañarlo, pero hubo una madrugada en la que ambas se quedaron dormidas en la sala de espera. Él abrió los ojos al sentir un frío insoportable en la habitación.
La puerta estaba entreabierta, y del pasillo se colaba un sonido extraño, como pasos descalzos arrastrándose. Una sombra pequeña se detuvo frente a la puerta. Parecía la silueta de una mujer, encorvada, con un velo negro cubriéndole el rostro.
—¿Quién está ahí? —preguntó Ernesto con la voz quebrada.
La figura no respondió, pero entró lentamente. El olor a tierra húmeda llenó el cuarto. Cuando se acercó lo suficiente, Ernesto pudo ver sus manos huesudas, llenas de gusanos que se movían bajo la piel.
Preso del pánico, buscó el botón para llamar a la enfermera, pero la figura fue más rápida y se inclinó hasta su oído. Su voz era como un susurro doble, ronco y femenino a la vez:
—Nadie escapa de mí dos veces…
Los gritos de Ernesto despertaron a todos en el pasillo. Cuando las enfermeras entraron, lo encontraron rígido, con los ojos abiertos y la boca desfigurada en un gesto de horror. Su corazón se había detenido.
Lo extraño fue que en el suelo, junto a la cama, quedaron huellas de pies descalzos marcadas en lodo fresco, que iban desde la puerta hasta la ventana… una ventana cerrada desde adentro.

